No podemos cambiar la historia, negar los dolores, ni tampoco las secuelas del trauma, pero sí, a través de la terapia, podemos recuperar y reparar las memorias “olvidadas”, transitando de lo inconsciente a una forma de mirarse más compasiva, respetuosa y amorosa, lo que permite a los pacientes entender sus propias historias.
Esta reflexión emerge de la experiencia clínica durante estos últimos años, la que llevó a detenerme y reflexionar sobre aspectos particulares a la hora de entender y acompañar el trauma en el trabajo terapéutico.
Hay varías definiciones de trauma, pero decidí inclinarme en lo planteado por Bromberg, quien lo sintetiza como: “Todo el mundo es vulnerable a la experiencia de tener que hacer frente a algo que es más de lo que la mente puede manejar, y las diferencias entre las personas acerca de cuanto es lo insoportable, es lo que trabajamos en la gran zona gris que llamamos trauma del desarrollo o trauma relacional”.
De esta manera, el yo, estructura mental encargada de posponer los actos impulsivos, al encontrarse vulnerable, no sabría cómo responder, despertando una situación de peligro y de amenaza. En efecto, el trauma genera un estado de total desamparo, quebrándose el capital psíquico. Este capital se refiere a aquellos procesos mentales que permiten a las personas poder desarrollar aprendizajes de cuidado, confianza y protección.
El trauma se almacena como un episodio que no se reconoce y que, en algunas ocasiones, a través de imágenes visuales se instala sin poder generar un proceso reflexivo, regresando de manera sintomática, sin posibilidad de resignificar la experiencia, generando un estado de conservación de sensaciones físicas desagradables que se mantienen en la cotidianidad.
La mente es como un aparato mágico, que frente a procesos dolorosos, cierra el acceso a la experiencia como una forma de entregar protección, de modo tal, que una experiencia con un contenido emocional traumático fragmenta el aparato psíquico y, en un afán de proteger la psique, crea dos o más estados del yo en la personalidad, las que se contraponen para poder sentir, emocionar, comportarse e incluso recordar el evento que la originó.
En los paciente se instala un sentimiento de angustia, que les impide poder adaptarse a una situación, lo que genera displacer, tensión interna, fragmentación y aniquilación que deviene de una situación traumática.
El acompañamiento terapéutico se basa principalmente en indagar acerca del síntoma que aqueja a los pacientes. Para ello, es necesario recopilar la experiencia única y particular en el desarrollo de sus vidas, lo que de alguna manera nos ayuda a entender y dar comprensión al momento en el que se manifestaron las sensaciones corporales y como a través de los años se han sostenido en el cuerpo.
La propia verdad nos devuelve a la vida, intentando mirar y observar nuestras experiencias para luego comprender nuestra afectividad, nuestras formar de posicionarnos en los vínculos y en las relaciones con los demás.
A través del relato se tiene la capacidad de poder liberar la experiencia del trauma, no puede producirse el cambio, sino, mediante el proceso de comunicación afectiva reconociendo al sujeto en su subjetividad.
No podemos cambiar la historia, negar los dolores, ni tampoco las secuelas del trauma, pero sí, a través de la terapia, podemos recuperar y reparar las memorias “olvidadas”, transitando de lo inconsciente a una forma de mirarse más compasiva, respetuosa y amorosa, lo que permite a los pacientes entender sus propias historias.
En la terapia los pacientes empiezan a enlazar su vida actual con sus experiencias primarias, a veces resulta aterrador por el miedo a que todo pueda o vuelva a derrumbarse o a quedar inundados en las inmensidades de un tsunami. Desde esas emociones y sensaciones se construyen bases más sólidas y que a través del proceso el alivio se hace presente.
Como terapeuta propongo un “espacio potencial”, mirado como un “escenario” donde todo es posible, donde todo lo que ocurre sucede por algo y donde todas las emociones, pensamientos, sentimientos, fantasías e ilusiones cobran sentido, y en algunos casos, los pacientes experimentan aquellas sensaciones y generan conexiones por primera vez.
A través del proceso terapéutico es posible reflexionar acerca de la vida en distintos niveles, donde en un primer nivel aparece la infancia de manera casi automática, a veces, visceral y con manifestaciones corporales frente a ciertos eventos. En un segundo nivel se incorpora la reflexividad en la adultez, como una manera distinta de comprensión, donde se pueden reconocer las vulnerabilidades.
En una actitud receptiva, contenedora y de disponibilidad emocional, puede emerger la vulnerabilidad, la experiencia traumática y dar lugar a eso que generó un corte y quedó atrapado en imágenes, y, por tanto, no había encontrado un espacio para ser expresada, verbalizada y materializada como una experiencia representada.
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